26 de abril de 2008

Don Severino

Fue el amor por la vida, la sensatez, la amistad, la imaginación, la ingeniosidad y sobre todo la búsqueda de la felicidad lo que empujó a Don Severino, actor inconsciente de un mundo perdido, a descubrir unos orígenes, un conocimiento, unos valores que dieran sentido a lo imposible, a lo que jamás comprendería por sí mismo. Imaginó sinsentidos y halló realidad, buscó darles nombre y se topó con la cruda realidad. He aquí pues, lector ya imposible, desaparecido de un mundo que no debía haber existido, la historia de alguien que intentó una vida normal y feliz, alguien que simplemente trató de ser consecuente con su naturaleza, nada más.

Don Severino, nació en una zona seca y desértica en la que muchas piedras y un pequeño lago casi inaccesible, era todo lo que tenía a su alcance. Desde joven, debido a su desbordada imaginación, se aficionó a nombrar las piedras que encontraba en las cercanías de su hogar; era la actividad que más le divertía en un lugar donde no había nada con lo que entretenerse. Las piedras eran siempre diferentes y le indignaba constatar que todas ellas se llamaran “piedra” a pesar de las enormes diferencias que había entre unas y otras, por lo que desde muy pequeño, ésta se convirtió en la actividad principal que le mantenía ocupado durante las horas de sol.

Un buen día, cuando todavía contaba con unos 15 años, se dio cuenta de que todas las piedras que encontraba a su alrededor le eran familiares, todas ellas tenían su respectivo nombre y no había nada más con lo que distraerse. De pronto, algo desde su interior comenzó a espolearle con una fuerza desconocida hasta el momento para abandonar aquel territorio inhóspito y descubrir el mundo que le aguardaba más allá de la línea del horizonte.

Pasito a pasito, piedra a piedra, su seco y desértico lugar de procedencia iba quedando atrás y pronto empezó a surgir un nuevo mundo ante sus pies que debía ser nombrado. Había unos extraños pero bellísimos seres verdes que emergían con vigor y rectitud del interior de la tierra; las llamó flores, pero pronto descubrió tantos tipos diferentes que tuvo que aplazar el nombramiento de todos ellos para días posteriores. Descubrió además, durante su incesante observar, unos sorprendentes y pequeños animalitos que fueron bautizados como: gusano, hormiga, chinche… nombres todos ellos absurdos y arbitrarios, pero que le ayudaban al pequeño Don Severino a entender y a familiarizarse con su nuevo entorno. La noche era aún algo desconocido para él pues siempre acababa dormido por el enorme cansancio que suponía poner nombres a todos sus nuevos descubrimientos.

Un buen día, prácticamente todos los seres que encontró en su camino le resultaron conocidos y apenas tuvo que esforzarse por nombrar nuevos, por lo que la noche se le echó encima sin darse cuenta, sin sentirse aún lo suficientemente cansado como para dormir. Siguió su camino y pronto advirtió seres escurridizos y totalmente desconocidos para él y se entusiasmó con el hecho de haber descubierto una realidad totalmente nueva. Continuó caminando y de repente se topó con algo tremendamente insólito. Una preciosa bola blanca y esférica, brillaba dentro de un pequeño charco ante sus desnudos pies. Permaneció un buen rato observándola completamente atónito, sin saber como nombrar aquel esférico ser que habitaba en ese pequeño lugar. Pero de pronto, comenzó a temblar de miedo y angustia pues se estaba percatando de que en aquellos largos años no había levantado la cabeza del suelo en ningún momento por lo que aquella preciosa bola podía estar reflejándose en el agua, de igual manera que él recordaba haberse visto reflejado en el pequeño lago que existía en su desértico lugar de origen. Se armó de valor y comenzó a alzar su encorvado cuello hacia el desconocido espectáculo que comenzaba a aparecer ante sus ojos. Allí estaba, en la lejanía, sonriente y moteada de manchas grises, la esfera que había estado observando creyendo que se trataba de un ser que habitaba en el agua. La saludó con actitud vacilante por la vergüenza de encontrarse ante alguien desconocido y se presentó diciéndole que se llamaba Don Severino, habitante de un lugar seco y desértico; la esfera contestó que no tenía nombre y rápidamente Don Severino se encargó de ello. Sin dudarlo la llamó Selene, pues este era el nombre del único lago que había cerca de su casa en el que, una soleada mañana, nombrando las piedras de los alrededores, se vio reflejado a sí mismo por primera vez.

Fue a partir de ese afortunado descubrimiento cuando Don Severino comenzó una hermosa relación de amistad con Selene, quien desde los cielos le hablaba con su craterosa boca, con voz a menudo dolida y temblorosa por todo lo que sus polvorientos ojos habían tenido que observar a lo largo de tantos años de inevitable vigilancia desde los cielos. Don Severino cambió su existencia diurna por una nueva vida nocturna, para así poder disfrutar de la compañía de su única y gran amiga. Durante el día descansaba en algún lugar lo suficientemente oscuro como para poder conciliar el sueño y cuando el sol desaparecía, despertaba siempre animado por el encuentro con la creciente y menguante esfera que conociera aquella afortunada noche reflejada en un charco.

Todas las noches, siempre que las nubes permitieran el contacto, Selene le contaba las vivencias más entretenidas que había presenciado desde su privilegiado lugar y juntos pasaban unas noches verdaderamente amenas y divertidas. Don Severino le enseñaba los nombres de todos los seres y cosas que había ido nombrando durante todos estos años, y juntos decidían los nombres de todo aquello que fuera nuevo. Evidentemente Selene conocía los nombres que los anteriores habitantes de aquellas tierras habían dado a cada cosa, pero nunca se lo contaba a Don Severino para que fuera él quien tuviera el honor de dotarlos de uno totalmente original.

Pasaron los años y el joven Don Severino, pronto comenzó a advertir que Selene cambiaba de expresión cuando iba a contarle algo referente a su raza, por lo que comenzó a inquietarse cada vez más. Una noche en la que Selene brillaba completa y preciosa en el enorme cielo, Don Severino se armó de valor y le preguntó porqué no se había encontrado en todos estos años con alguien como él y solo había encontrado animales y piedras en su camino. Selene comenzó a oscurecerse poco a poco ante lo ojos preocupados de Don Severino hasta casi desaparecer, quería huir, que le tragara el cielo, pero comprendió que Don Severino tenía derecho a conocer la verdad y volvió de nuevo a brillar, dispuesta a contarle todo lo que éste debía saber. No sabía como comenzar y estuvo titubeando largo rato hasta que por fin comenzó a narrar aquella triste y penosa historia de la humanidad. Don Severino escuchó atento, emocionado y en sepulcral silencio, con las lágrimas a punto de desprenderse por sus mejillas y con un áspero nudo en la garganta que le incomodaba al respirar. Selene tenía una expresión seria y si sus secos ojos se lo permitieran, hace tiempo que se hubiera echado a llorar, pero debía mantener la compostura, Don Severino merecía saber su historia y ella era la única que podía contárselo en aquellas remotas tierras, perdidas de la mano de un dios que hace mucho que dejó de merecer tal condición. Escuchó y escuchó, al principio de pie y después sentado para finalmente caer abatido en el duro suelo ante tanta infamia, tanta injusticia, tanta maldad, tanta destrucción y un sinfín de calamidades que sus ingenuos oídos tardaron mucho en asimilar. Selene acabó por fin el macabro relato narrando el día en el que los antepasados de Don Severino huyeron al desierto, el único lugar seguro en aquellos tiempos en los que la humanidad se encontraba totalmente corrompida e infectada por el virus del ansia de poder despiadado que había terminado por arrasarlo todo. El desierto era el único lugar en el que no había esperanza ni prosperidad lo que lo convertía en el único territorio habitable en aquella podrida tierra.

Don Severino permaneció callado, sentado en el suelo con gesto tanto de abatimiento como de incredulidad. De repente las nubes taparon a su amiga y comenzó a llover de manera torrencial. Parecía como si Selene estuviera llorando a través de las nubes todo lo que no había podido llorar durante todos estos interminables años. Continuó la tormenta durante toda la noche hasta que al día siguiente por la mañana, comenzaron a abrirse paso los rayos del sol a través de las nubes. Don Severino, sin advertirlo, permaneció sumido en un profundo sueño durante aquella reveladora noche y se despertó con estos primeros rayos que calentaban su ya desacostumbrado y lechoso rostro tras largos años sin sentir el sol. Estaba desorientado y espeso, no podía pensar con lucidez, era mucha la información que había recibido la noche anterior de parte de su amiga Selene y su cabeza no sabía muy bien como reaccionar. Caminó despacio, cabizbajo y zigzagueante, sin una dirección establecida, ya no tenía a Selene para que le guiara y su único timón era la profunda melancolía de la que era incapaz de desprenderse. Anduvo durante horas vagando por antiguos caminos que hace muchos años pisaran los hombres de los que le habló Selene. Encontró numerosos objetos que no supo descifrar su utilidad, pero como no podía ser de otra manera, los nombró uno a uno apelando a su admirable e inagotable imaginación, que ante situaciones adversas no se oscurecía y permanecía tan activa como siempre. Todos los nuevos nombres eran diferentes y aparentemente injustificados como: rueda, volante, chapa, lata… pero de alguna manera mágica, cuando los nombraba, parecía como si ese nombre hubiera pertenecido siempre al objeto y ningún otro podría suplirlo con tal acierto y precisión.

Continuó su inconsciente vagar y se percató de que el sol estaba cayendo en el horizonte por lo que Selene aparecería en cualquier momento. Por alguna extraña razón tenía miedo de ver a Selene de nuevo, era como si le hubiera contado algo tan personal que sentía vergüenza de volver a verla , pero por otra parte, necesitaba la compañía de alguien con quien hablar y poder desahogarse. Al poco rato apareció Selene a pesar de que el sol no se hubiera escondido por completo, parecía como si estuviera impaciente por ver a Don Severino y no pudiera esperar su turno, su relevo como farol de la tierra.

Una inoportuna nube impidió la conversación durante un buen rato y cuando por fin desapareció, ambos se miraron sin saber que decir; era tanto lo que querían hablar y preguntarse que ninguno de los dos sabía por donde empezar. Finalmente Don Severino fue quien rompió el incomodo silencio de miradas contándole los nuevos objetos que había descubierto. La conversación se desarrolló en un tono frío, sin ninguna trascendencia teniendo en cuenta todo lo que él necesitaba aclararse, pero en Selene se advertía algo más que por algún oscuro motivo no se atrevía a desvelar; algún secreto que guardaba celosamente por el bien de Don Severino, y es que hasta su habitual brillo era menos intenso, señal inequívoca de que algo no iba bien.

Otra impertinente nube se interpuso entre aquella extraña conversación. Don Severino rompió a llorar como nunca antes lo había hecho. La rabia le desbordaba pues todo lo que no entendía y aun no conocía era demasiado como para saber qué era lo que pasaba; no sabía cual era el sentimiento que le estaba invadiendo, era nuevo para él y la angustia y la frustración fue poco a poco apoderándose de su cuerpo y de su habitual entereza. No podía asimilar el cambio que había sufrido en apenas dos días. Toda su vida había sido un ingenuo pero feliz vagar por el mundo, sin más necesidades que las de nombrar todo lo nuevo que se encontrase por su camino, y es que eso era lo que le hacía levantarse cada noche con ilusión; no lograba entender porqué habían tenido que complicarse tanto las cosas. La conversación de unas pocas horas le había dado un conocimiento que derrumbó por completo el edificio interior que había ido construyendo durante todos estos años.

Cansado y aturdido, se dirigió con pasos lánguidos hacia unas rocas que tenían una curiosa forma con tejado para descansar. Era algo que su cuerpo apremiaba ante semejante torrente de sentimientos desbordados. Selene hacía tiempo que había vuelto a aparecer, pero entendió que ya no debía guiar más a Don Severino, así que permaneció callada, observando desde lo alto a aquel joven que poco a poco se iba haciendo un hombre no porque la edad lo dictara, sino porque la situación lo requería. Era él quien ahora tenía que tomar las riendas de su vida y descubrir por sí mismo todo lo que el destino le tenía reservado.

El día amaneció nublado pero cálido y Don Severino permaneció dormido hasta el mediodía. Cuando despertó y abrió los ojos, se quedo muy sorprendido al ver con un cierto detenimiento la construcción en la que se encontraba. Le recordaba al cobijo en el que vivió durante su infancia, pero estaba hecha de otro material diferente al barro. Un tremendo escalofrío le hizo estremecer el cuerpo entero y rápidamente se incorporó para ver lo que había más allá del umbral de aquella extraña construcción. Cuando por fin asomó su desaliñada cabeza por la puerta, apareció ante sí una enorme extensión llena de construcciones rarísimas que sus ojos no eran capaces de asimilar y su hasta ahora inagotable imaginación quedó congelada ante semejante espectáculo. Totalmente absorto ante la inmensidad de aquel escenario inabarcable, fue poco a poco, con pasos lentos y temerosos acercándose ladera abajo; necesitaba analizar aquel lugar tan extrañamente silencioso e intrigante. Mientras avanzaba, las pequeñas construcciones se iban sucediendo cada vez con mayor frecuencia y casi todas ellas se encontraban parcialmente destruidas y vacías, aunque en algunas había ingenios y objetos a los que no sabía imaginarles utilidad alguna. Las construcciones iban aumentando en tamaño y la zona central parecía como un bosque de árboles gigantes que en lugar de hojas y ramas lucían unas planchas lisas y brillantes; todo seguía un aparente orden armónico que le incitaba a Don Severino a avanzar sin detenerse en los detalles superficiales, necesitaba ir más allá, descubrir algo que por el momento se le escapaba.

Tras un tiempo caminando, llegó a un camino anchísimo que parecía dividir aquel extraño bosque de naturaleza muerta. Avanzaba en silencio, atento y sigiloso, pero hacía tiempo, casi desde que comenzó a adentrarse en la intrigante maraña, que había dejado de ser él quien guiaba sus pasos. Avanzó por aquel camino de perfecto piso escoltado a cada lado por unos curiosos objetos lisos y brillantes de caprichosas formas y colores. Esas extrañas masas le habían llamado la atención anteriormente pues eran muy numerosas en aquel lugar, pero hasta el momento no las había visto alineadas con tal perfección a los dos lados del gran camino. De repente, sin un motivo aparente, se detuvo ante una extraña puerta que de alguna manera misteriosa se le hacía extrañamente familiar. Avanzó hacia ella y accionó un saliente que tenía en su parte izquierda, y de inmediato la puerta se abrió permitiendo el paso a una oscura cueva de perfectas líneas. Don Severino, por primera vez desde hacía un buen tiempo, tomó conciencia de lo que estaba haciendo, aquel lugar tenía una magia especial que lo había dejado ensimismado, caminando sin ser verdaderamente consciente de ello. Ahora se encontraba ante una puerta que lo invitaba a entrar, ¿Pero a dónde? ¿Por qué? ¿Qué sentido tenía todo lo que le estaba ocurriendo?

Pasaron por su pensamiento los recuerdos de su infancia, cuando su mayor ilusión era encontrar piedras diferentes y nombrarlas, se acordó de su primer encuentro con Selene y la preciosa amistad que surgió entre ambos, de las noches juntos nombrando seres imposibles y riéndose de los extravagantes nombres que proponía como enredadera, anacardo, armadillo, nogal... Eran tantos los recuerdos que pasaban por su cabeza y todos ellos tan felices que no pudo evitar entristecerse ante el insospechado rumbo que había tomado su vida. Se sentó en el saliente que había bajo la puerta y lloró desconsolado, superado por un mundo que no era capaz de comprender y que había dejado de proporcionarle felicidad. Estuvo largo rato sentado, con la mente en blanco, no quería pensar en nada. Estaba harto de tanta desgracia, tanta soledad, tanto vagar por lugares ajenos a su naturaleza que solo le proporcionaban lamentos y una profunda melancolía. El sol comenzó a desaparecer entre las enormes construcciones que poblaban aquel lugar maldito y Don Severino se levantó rápidamente y comenzó a correr, deseaba abandonar toda esa selva de dudas y misterios, y encontrar de nuevo la felicidad de tiempos pasados.

La noche se le hizo inevitable en los caminos que había recorrido los días anteriores. Esperó tanto anhelante como nervioso a que apareciera Selene, quería que las cosas volvieran a ser como antes, había tanto que hablar, tantas cosas que nombrar, tanto por descubrir en la naturaleza, que por primera vez en muchos días una sonrisa iluminó su pálido rostro. Pero Selene seguía sin aparecer y en el cielo no había una sola nube. Era algo que ocurría cíclicamente y Don Severino llevaba la cuenta perfectamente, y aunque últimamente lo había descuidado un poco, no le encajaba que fuera ése el día en el que le tocaba desaparecer. No le quiso dar mayor importancia y buscó un cobijo donde poder pasar la noche y por fin, tratar de descansar y olvidar por unos momentos la angustia de los días anteriores.

El día siguiente amaneció despejado, pero iluminado por una extraña luz. El sol no resplandecía como siempre lo había hecho, y un ligero velo de humo parecía haber sustituido el limpio aire. Don Severino anduvo con apariencia de tranquilidad y entereza, pero sabía que algo estaba ocurriendo, pues Selene por alguna extraña razón no había aparecido la noche anterior y el día había amanecido con un halo de tristeza preocupante. Pensó que ya ni siquiera la naturaleza había encontrado motivos para seguir feliz y había dejado de brillar si ya no quedaba quien pudiera admirarla y sobre todo disfrutarla. Don Severino comenzó a inquietarse ya que la naturaleza era en aquella situación su única salida, era todo lo que tenía, era parte de él, tanto como una condición obligatoria para su subsistencia. Esperó con inquietud a la noche pues necesitaba hablar con Selene, ponerle al tanto de todo lo que estaba ocurriendo, pero sobre todo necesitaba su sabio consejo en aquellos momentos tan difíciles. Estuvo andando un largo rato hasta que encontró un lugar donde descansar y poder esperar la llegada de la noche. Estaba realmente impaciente, y no paraba de mirar al cielo para comprobar que siguiera despejado y no hubiera nubes que impidieran la comunicación.

Por fin el tenue sol desapareció por el horizonte entre dos enormes montañas, dejando un cielo con unos colores tan espectaculares que le devolvieron por unos momentos el ánimo a Don Severino, quien permaneció inmóvil y pensativo apoyado en la parte inferior de un enorme árbol. Pronto aparecieron las hijas del sol adornando el cielo en la oscuridad de la noche, pero su madre Selene no aparecía por ningún lado. Don Severino comenzó a ponerse muy nervioso, necesitaba hablar con alguien y no tenía con quien, era una situación tensa y difícil de la que comenzaba a no saber como salir. Permaneció durante un buen rato en el mismo lugar, viendo como las pequeñas luces completaban su habitual peregrinaje por el cielo, un paseo lento pero constante que todas ellas realizaban con puntualidad y disciplina. Finalmente, se quedó dormido sobre el árbol, cediendo impotente ante el peso de sus párpados. Todas las esperanzas y ánimos con los que había retomado su viaje a ninguna parte se estaban desvaneciendo y se sentía impotente como un río que avanza sin remedio hacia una cascada.

Después de un profundo y largo sueño, abrió los ojos y por fin constató de manera fehaciente, que algo iba muy mal. Ahora el sol era el que no había aparecido y sus numerosas hijas, las pequeñas bolitas de luz que adornaban todas las noches la negrura, continuaban brillando en el firmamento. Una sensación de extraña soledad mezclada con miedo se apoderó de su cuerpo que permanecía imperturbable en su arbóreo aposento y sus pensamientos lentamente iban sumergiéndose en un lago de tristeza del que no querían ya salir a flote.

Selene había desaparecido para siempre y el sol parecía haber abandonado su trono como señor de los cielos y eran ahora su herederas las que desde el cielo, brillando como nunca, amenazaban con disputarse la sucesión en la ardua tarea de iluminar el mundo y la vida. El desdichado Don Severino se levantó, totalmente fuera de sí, y comenzó a vagar por los oscuros caminos sin una dirección aparente. El mundo que él había conocido, brillante y lleno de vida y colorido, se transformó en un lúgubre y tenebroso lugar invadido por una fina niebla que no permitía ver el horizonte. Caminó durante horas, días, noches, noches, y más noches, sin comer, sin dormir, sin vivir. Las flores comenzaron a marchitarse y los animales que años antes se afanó en nombrar aparecían muertos por doquier. La naturaleza se estaba muriendo y su desgraciada existencia ya no tenía sentido en un lugar que estaba respirando las últimas bocanadas de su propio veneno. Continuó caminando y el paisaje fue cambiando progresivamente, estaba entrando en una zona seca y desértica en la que ni siquiera encontró agua para beber. De pronto, tras una dificultosa ascensión por unas rocas, llegó a un pequeño lago. Estaba extasiado y con el cuerpo y el alma deshechos. Se agachó en la orilla para beber, pero mientras se acercaba su cabeza al agua, comenzó a aparecer reflejada su imagen en la superficie. Había llegado sin ser consciente de ello al lago Selene, donde vio por primera vez su rostro y el mismo que dio nombre a su desaparecida amiga. Su imagen había cambiado mucho desde aquella vez y la cara de aquel niño lleno de vitalidad se había transformado en una efigie casi transida con los pelos largos y desaliñados. Una barba larguísima le ocultaba media cara y solo sus dos brillantes ojos destacaban en aquel rostro cadavérico como dos esferas blancas que resistían a duras penas por seguir brillando sobre el agua, como un reflejo simbólico y cruel de Selene que luchaba por no apagarse.

Finalmente, sus apenados ojos, cansados de tanto sufrimiento, fueron cerrándose poco a poco y Don Severino nada pudo hacer para evitarlo. El peso que los apretaba no era el mismo que cada noche le obligaba a cerrarlos, era diferente. Acabó cediendo al invencible peso de la muerte y se derrumbó abatido sobre el lago, clavando su triste rostro en el fango que lo circundaba.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Jooooooooooooooo

Mike dijo...

Joooooo
Digo yo también... Maldita sea!!
Teneis la habilidad de dar intriga, siempre acelero la lectura por ver ke pasa al final y luego....

Aunq pensandolo un poco, siempre me gusta más esta sensación agridulce...

La verdad es ke creo haber leido por ahí en algún libro algo similar, pero es una situación bien original, perdido en Capitol City sin haber visto un puto edificio en tu vida!!! Curiosos sentimientos.

Por cierto, felicidades por el relato, me ha gustado. Y el nombre de Don Severino guarda algún misterio? Es curioso...